PREÁMBULO
I. La competencia desleal, aún constituyendo una pieza legislativa de importancia capital dentro del sistema
del Derecho mercantil, ha sido un sector del que tradicionalmente ha estado ausente el legislador. Esta
circunstancia, parcialmente remediada por la reciente aprobación de las Leyes 32/1988, de 10 de noviembre
(R. 1988, 2267), de Marcas, y 34/1988, de 11 de noviembre (R. 1988, 2279), General de Publicidad, había
propiciado la formación de una disciplina discontinua y fragmentaria que muy pronto habría de revelarse
obsoleta y de quedar, en la realidad de los hechos, desprovista de fuerza. En efecto, las normas que
tradicionalmente han nutrido dicha disciplina se encontraban dispersas en leyes de distinta edad y
procedencia: contemplaban únicamente aspectos parciales (y a menudo meramente marginales) de esa vasta
realidad que es la competencia desleal, respondían a modelos de regulación desfasados, que en la actualidad según ha mostrado nuestra más reciente y atenta doctrina~ carecen de parangón en el Derecho comparado e
incluso de anclaje en la evolución general del propio; y, en fin, eran normas que ni siquiera dentro de sus
limitaciones podían considerarse eficaces, debido a la escasa calidad y flexibilidad de su aparato sancionador.
El régimen de la competencia desleal se había convertido así en un escenario normativo languideciente, al
amparo del cual pudieron proliferar prácticas concurrenciales incorrectas, que en no pocas ocasiones han
ocasionado un grave deterioro de nuestro tráfico mercantil.
II. La presente Ley, completando y, en ocasiones, refundiendo los esfuerzos de la racionalización sectoriales
iniciados por las ya recordadas leyes de Marcas y Publicidad, aspira a poner término a la tradicional situación
de incertidumbre y desamparo que ha vivido el sector, creando un marco jurídico cierto y efectivo, que sea
capaz de dar cauce a la cada vez más enérgica y sofisticada lucha concurrencial. Varias circunstancias hacían
inexcusable esta iniciativa.
La primera viene dada por la creciente demanda social que al respecto se ha dejado sentir en los últimos
tiempos. La apertura de nuevos mercados, la emancipación de nuestra vida mercantil de vínculos corporativos
y proteccionistas y una mayor sensibilidad de nuestros hombres de empresa hacia la innovación de las
estrategias comerciales han abierto nuevas perspectivas a nuestra economía, pero al propio tiempo han puesto
de manifiesto el peligro de que la libre empresarial sea objeto de abusos, que con frecuencia se revelan
gravemente nocivos para el conjunto de los intereses que confluyen en el sector: El interés privado de los
empresarios, el interés colectivo de los consumidores y el propio interés público del Estado al mantenimiento
de un orden concurrencial debidamente saneado.
La Ley responde, en segundo lugar, a la necesidad de homologar, en el plano internacional, nuestro
ordenamiento concurrencial. España ha omitido esta equiparación en ocasiones anteriores. Pero en el
momento presente. esa situación ya no podía prolongarse por más tiempo sin grave inconveniente. El ingreso
en la Comunidad Económica Europea exigía, en efecto, la introducción en el entramado de nuestro Derecho
mercantil y económico de una disciplina de la competencia desleal que estableciese condiciones
concurrenciales similares a las que reinan o imperan en el conjunto de los demás Estados miembros. Desde
esta perspectiva, la presente Ley se propone dar un paso más en la dirección iniciada por la reciente Ley de
Marcas. por medio de la cual se ha tratado de materializar el compromiso contraído en los artículos 10 bis y
10 ter del Convenio de La Unión de París (R. 1956, 663 y N. Dicc. 24994).
Obedece la Ley, finalmente, a la necesidad de adecuar el ordenamiento concurrencial a los valores que han
cuajado en nuestra constitución económica. La Constitución Española de 1978 (R. 1978, 2836 y Ap. 1975-85,
2875), hace gravitar nuestro sistema económico sobre el principio de libertad de empresa y,
consiguientemente, en el plano institucional. sobre el principio de libertad de competencia. De ello se deriva.
para el legislador ordinario, la obligación de establecer los mecanismos precisos para impedir que tal principio
pueda verse falseado por prácticas desleales. susceptibles, eventualmente, de perturbar el funcionamiento
concurrencias del mercado. Esta exigencia constitucional se complementa y refuerza por la derivada del
principio de protección del consumidor, en su calidad de parte débil de las relaciones típicas de mercado,
acogido por el artículo 51 del texto constitucional. Esta nueva vertiente del problema, en general desconocida
por nuestro Derecho tradicional de la competencia desleal, ha constituido un estímulo adicional de la máxima
importancia para la emanación de la nueva legislación.
III. Las circunstancias antes señaladas, al tiempo que ponen de manifiesto la oportunidad de la Ley, dan
razón de los criterios y objetivos que han presidido su elaboración; a saber: Generalidad, modernidad e
institucionalidad. El propósito que ha guiado al legislador ha sido, en efecto, el de elaborar una Ley general.
capaz de satisfacer la heterogénea demanda social que registra el sector desde la perspectiva unitaria del
fenómeno concurrencial; una Ley moderna, inspirada en los modelos de regulación más avanzados y
susceptible de situar a nuestro ordenamiento de la competencia en la órbita del Derecho europeo del
momento; una Ley, en fin, de corte institucional, apta para garantizar o asegurar una ordenación del juego
competitivo acorde con la escala de valores e intereses que ha cristalizado en nuestra constitución económica.
El resultado no podía ser otro que una profunda renovación de nuestro vigente Derecho de la competencia
desleal. Dicha renovación se advierte, cuando menos, en el triple plano de la orientación, de la configuración
y de la realización de la disciplina.
1. Por lo que se refiere al principio de los planos mencionados, la Ley introduce un cambio radical en la
concepción tradicional del Derecho de la competencia desleal. Este deja de concebirse como un
ordenamiento primariamente dirigido a resolver los conflictos entre los competidores para convertirse en un
instrumento de ordenación y control de las conductas en el mercado. La institución de la competencia pasa a
ser así el objeto directo de protección. Significativo a este respecto es, entre otros muchos, el artículo 1.
También, y muy especialmente. el artículo 5 en el que, implícitamente al menos, se consagra la noción de
abuso de la competencia. Esta nueva orientación de la disciplina trae consigo una apertura de la misma hacia
la tutela de intereses que tradicionalmente habían escapado a la atención del legislador mercantil. La nueva
Ley, en efecto, se hace portadora no sólo de los intereses privados de los empresarios en conflicto, sino
también de los intereses colectivos del consumo. Esta ampliación y reordenación de los intereses protegidos
está presente a lo largo de todos los preceptos de la Ley. Particularmente ilustrativo resulta el artículo 19, que
atribuye legitimación activa para el ejercicio de las acciones derivadas de la competencia desleal a los
consumidores (individual y colectivamente considerados).
2. En lo que atañe a la configuración sustantivo de la disciplina. las novedades no son menos importantes. A
este respecto resultan especialmente destacables los dos primeros capítulos de la Ley, en los que,
respectivamente, se incardinan la parte general y la parte especial de la disciplina.
En el Capítulo I, y específicamente en los artículos 2 y 3, se establecen los elementos generales del ilícito
concurrencial (aplicables a todos los supuestos concretos tipificados en el Capítulo 11, excepción hecha del
previsto en el artículo 13, relativo a la violación de secretos industriales). A la hora de perfilar tales elementos
o presupuestos de aplicación de la disciplina se ha seguido por imperativo de la orientación institucional y
social de la Ley, un criterio marcadamente restrictivo. Para que exista acto de competencia desleal basta, en
efecto, con que se cumplan las dos condiciones previstas en el párrafo primero del artículo 2: Que el acto se
«realice en el mercado» (es decir, que se trate de un acto dotado de trascendencia externa) y que se lleve a
cabo con «fines concurrenciales» (es decir, que el acto -según se desprende del párrafo segundo del citado
artículo- tenga por finalidad «promover o asegurar la difusión en el mercado de las prestaciones propias o de
un tercero»). Si dichas circunstancias concurren, el acto podrá ser perseguido en el marco de la nueva Ley.
No es necesaria ninguna otra condición ulterior; y concretamente -según se encarga de precisar el artículo 3-
no es necesario que los sujetos -agente y paciente- del acto sean empresarios (la Ley también resulta aplicable
a otros sectores del mercado: artesanía, agricultura, profesiones liberales, etc.), ni se exige tampoco que entre
ellos medie una relación de competencia. En este punto, y por exigencia de sus propios puntos de partida, la
Ley ha incorporado las orientaciones más avanzadas del Derecho comparado, desvinculando la persecución
del acto del tradicional requisito de la relación de competencia, que sólo tiene acomodo en el seno de una
concepción profesional y corporativa de la disciplina.
Las disposiciones Generales del Capítulo I se cierran con una norma unilateral de Derecho internacional
privado que establece un criterio de conexión -el mercado afectado por el acto de competencia desleal- en
plena armonía con la inspiración institucional de la Ley.
El núcleo dispositivo de la Ley se halla ubicado en el Capítulo II, donde se tipifican las conductas desleales.
El capítulo se abre con una generosa cláusula general de la que en buena medida va a depender -como
muestra la experiencia del Derecho comparado- el éxito de la Ley y la efectiva represión de la siempre
cambiante fenomenología de la competencia desleal. El aspecto tal vez más significativo de la cláusula
general radica en los criterios seleccionados para evaluar la deslealtad del acto. Se ha optado por establecer
un criterio de obrar, como es la «buena fe», de alcance general, con lo cual, implícitamente, se han rechazado
los más tradicionales («corrección profesional», «usos honestos en materia comercial e industrial», etc.),
todos ellos sectoriales y de inequívoco sabor corporativo.
Pero la amplitud de la cláusula general no ha sido óbice para una igualmente generosa tipificación de los actos
concretos de competencia desleal, con la cual se aspira a dotar de mayor certeza a la disciplina. El catálogo
incluye, junto a las más tradicionales prácticas de confusión (artículo 6), denigración (artículo 9) y explotación
de la reputación ajena (artículo 12), los supuestos de engaño (artículo 7), de violación de secretos (artículo
13), de inducción a la infracción contractual (artículo 14) y otros que sólo han cobrado un perfil nítido y
riguroso en la evolución europea de las últimas décadas, tales como la venta con primas y obsequios (artículo
8), la violación de normas (artículo 15), la discriminación (artículo 16) y la venta a pérdida (artículo 17). De
acuerdo con la finalidad de la Ley, que en definitiva se cifra en el mantenimiento de mercados altamente
transparentes y competitivos, la redacción de los preceptos anteriormente citados ha estado presidida por la
permanente preocupación de evitar que prácticas concurrenciales incómodas para los competidores puedan
ser calificadas, simplemente por ello, de desleales. En este sentido, se ha tratado de hacer tipificaciones muy
restrictivas, que en algunas ocasiones, más que dirigirse a incriminar una determinada práctica, tienden a
liberalizarla o por lo menos a zanjar posibles dudas acerca de su deslealtad. Significativos a este respecto son
los artículos 10 y 11, relativos a la publicidad comparativa y a los actos de imitación e incluso los ya citados
artículos 16 y 17 en materia de discriminación y venta a pérdida.
3. La Ley se esfuerza, finalmente, por establecer mecanismos sustantivos y procesales suficientemente
eficaces para una adecuada realización de la disciplina. Al respecto resultan relevantes los Capítulos III y IV.
En el primero de ellos se regulan con detalle las acciones derivadas del acto de competencia desleal. Los
extremos más significativos se hallan contemplados por los artículos 18 y 19. El artículo 18 realiza un censo
completo de tales acciones (declarativo, de cesación, de remoción, de rectificación, de resarcimiento de daños
y perjuicios y de enriquecimiento injusto), poniendo a disposición de los interesados un amplio abanico de
posibilidades para una eficaz persecución del ilícito concurrencial. El artículo 19 disciplina en términos muy
avanzados la legitimación activa para el ejercicio de las acciones anteriormente mencionadas. La novedad
reside en la previsión, junto a la tradicional legitimación privada (que se amplía al consumidor perjudicado),
de una legitimación colectiva (atribuida a las asociaciones profesionales y de consumidores). De este modo
se pretende armonizar este sector de la normativa con la orientación general de la Ley y al mismo tiempo
multiplicar la probabilidad de que las conductas incorrectas no queden sin sanción.
El Capítulo IV alberga algunas especialidades procesales que se ha creído oportuno introducir al objeto de
conseguir, sin merma de las debidas garantías, un mayor rigor, y una mayor eficacia y celeridad en las causas
de competencia desleal. Desde esta perspectiva resultan particularmente elocuentes los artículos 24 y 25. El
primero de ellos prevé un generoso catálogo de diligencias preliminares, encaminado a facilitar al posible
demandante la obtención de la información necesaria para preparar el juicio. La experiencia demuestra que
sin instrumentos de este tipo, a través de los cuales se asegure el acceso al ámbito interno de la empresa que
presumiblemente ha cometido una práctica desleal, las acciones de competencia desleal se hallan, con
frecuencia, condenadas al fracaso. El segundo de los preceptos mencionados, el artículo 25, regula las
medidas cautelares, otra de las piezas clave para una eficaz defensa del interesado contra los actos de
competencia desleal.
El capítulo -y con él la Ley- se cierra con una disposición inspirada por la Directiva CEE en materia de
publicidad engañosa. Se trata del artículo 26, que contempla la posibilidad de que el juez invierta, en
beneficio del demandante, la carga de la prueba relativa a la falsedad e inexactitud de las indicaciones o
manifestaciones enjuiciadas en una causa de competencia desleal. Ciertamente, la norma se halla ya recogida
en la Ley General de Publicidad (citada). No está de más, sin embargo, que se reitere en el ámbito de la
legislación general, debido a su más amplia proyección.
4. Finalmente ha de hacerse una referencia a la oportunidad de la presente Ley desde el punto de vista de la
distribución territorial de competencias. La premisa de la que se ha partido es que la «competencia desleal»
constituye una materia reservada a la competencia del Estado. Esta es, en efecto, la conclusión a la que se
arriba en aplicación del artículo 149 número 1 de la Constitución, tanto en sus apartados 6 y 8 que atribuyen
al Estado la competencia exclusiva sobre la «legislación mercantil» y las «bases de las obligaciones
contractuales» como, en cierto modo, en su apartado 13, que reserva al Estado las «bases y coordinación de la
planificación general de la actividad económica». Este punto de vista se refuerza apelando a la doctrina del
Tribunal Constitucional a tenor de la cual el límite implícito de la competencia autonómica ha de situarse en la
necesidad de garantizar la «unidad de mercado» en el territorio nacional.
El legislador es consciente, ciertamente, de que la materia de la «competencia desleal» se halla muy próxima
a las materias de «comercio interior» y de «tutela del consumidor» respecto de las cuales las Comunidades
Autónomas tienen asumidas competencias. Precisamente por ello ha tratado de ser especialmente
escrupuloso a la hora de delimitar el objeto y el campo de su regulación. La cuestión es clara con relación al
título competencial de «comercio interior», cuyas materias quedan perfectamente excluidas de la presente
Ley. Más dudas puede suscitar, a primera vista, el título relativo a la «protección del consumidor». Un
examen atento de la normativa aprobada enseguida muestra, sin embargo, que tampoco por este lado se han
mezclado o confundido órdenes materiales y competenciales distintas. La Ley, en efecto, disciplina directa e
inmediatamente Ia actividad concurrencial. El hecho de que a la hora de establecer el cauce jurídico de esa
actividad haya tenido en cuenta, muy especialmente por cierto, los intereses de los consumidores no signifíca
que haya invadido terrenos que no son propios de su regulación; significa simplemente que, en el trance de
reglamentar los comportamientos de los operadores del mercado, se ha guiado -de acuerdo con los criterios
consolidados en la evolución actual del Derecho comparado y por imperativo de la propia Carta
Constitucional- por la necesidad de reforzar la posición del consumidor como parte débil de las relaciones
típicas del mercado.